lunes, 14 de septiembre de 2015

LA GRANDEZA (Y KAFKA)

 

         Viena, setiembre de 1913. Kafka, Albert Ehrenstein, Otto Pick y Lise Kaznelson.

No sé en qué año de sus Diarios escribió Franz Kafka es-
tas palabras. Las ubica como epígrafe de su libro acerca de
los últimos años del autor de El Proceso, de la relación amo-
rosa con Dora Diamant, el autor alemán Michael Kumpfmü-
ller. Al leer estas palabras, me vino a la mente algo que dijo
Borges, algo que estoy seguro de haber leído, pero que no
he podido volver a encontrar, acerca del checo: "Con seguri-
dad, Kafka es más importante que una época".

 El epígrafe:

   "Es perfectamente imaginable que la grandeza de la vida
esté dispuesta, siempre en toda su plenitud, alrededor de ca-
da uno, pero cubierta con un velo, en las profundidades, in-
visible, muy lejos. Sin embargo está ahí, no hostil, no a dis-
gusto, no sorda, viene si uno la llama con la palabra correc-
ta, por su nombre correcto.
    Es la esencia de la magia, que no crea, sino llama."

 ¿Cómo se puede escribir algo así?
 ¿De dónde puede provenir?
 Un escrito breve como éste justifica una vida, pensé.
 Si cada ser humano pudiese escribir algo así, la existencia
de la especie estaría justificada sin más.
 Por una suerte de escalera hecha de telas enrolladas,
fui subiendo escalón por escalón,
cada vez más velozmente
por listones de telas cada vez más leves
de una escalera que conducía
al cielo (de la admiración).

 Kafka, con todas sus dudas, con su permanente cuestiona-
miento, era, sin embargo, consciente de su capacidad. 

 En 1913 escribió en su Diario: "24 de mayo. Excelente es-
tado de ánimo, porque considero tan bueno El Fogonero.
Esta noche lo leí ante mis padres; no hay mejor crítico mío
que yo mismo cuando leo ante mi padre, que me escucha
con la máxima repugnancia. Muchos pasajes superficiales,
seguidos por profundidades aparentemente inaccesibles."

 Pocos días después, el 21 de junio, escribe algo que ha da-
do largas y sinuosas vueltas en el mundo de otros escrito-
res: "El mundo prodigioso que tengo en la cabeza. Pero
¿cómo liberarme y liberarlo sin destrozarme? Y preferiría
mil veces destrozarme, antes que retenerlo o enterrarlo den-
tro de mí. Que para eso estoy aquí, me parece evidente."

 También para él mismo se trataba de un descubrimiento.
Eran los días de su complejísima petición de mano a Felice
Bauer, que vivía en Berlín, a una distancia prudente de Pra-
ga. 

 Porque al mismo tiempo que declaraba Soy Literatura, iban
y venían hacia y desde Alemania, las cartas que sellarían de
una manera u otra la relación con la amada. Por eso en una 
de las cartas de estas fechas, le dice a Felice: "descubrí que 
la escritura es mi verdadera alma buena... Si no tuviera en la 
cabeza este mundo que quiere ser liberado jamás me habría atrevido a pensar en querer tenerte."
 Como se verá, estas palabras encierran otras no dichas toda-
vía. Representan la cara positiva del amor. Pero ya se produ-
cía en Kafka la disyuntiva crucial: el amor con una mujer,
la vida en general, o la literatura, como eje excluyente de
su existencia.

 Diez años antes todo era diferente: "Dios no quiere que es-
criba, pero tengo que hacerlo", decía. Ahora era al revés, aho-
ra tenía un mandato.

  Entre ambas anotaciones en el Diario, Franz le escribe a
Felice la bien llamada "Peor petición de mano del mundo".
Es una carta que inicia el 8 de junio y que recién puede con-
cluir el 16 de ese mes. La carta tendrá más de 20 páginas.
Comienza informándole a la novia que deberá ir al médico:
"Entre tú y yo, aparte de todo lo demás, se interpone el mé-
dico. No se sabe lo que dirá, en estas decisiones lo que resul-
ta decisivo no es tanto el diagnóstico médico, de ser así no
valdría la pena recurrir a él. Como ya he dicho, en realidad
no estaba enfermo, pero lo estoy."
 Luego viene la famosa vacilación teórica: "Ten presente,
Felice, el cambio que experimentaríamos con un matrimo-
nio, lo que perdería y ganaría cada uno. Yo perdería una so-
ledad que casi siempre es aterradora y te ganaría a ti, a quien
amo por encima de todo. Pero tú perderías la vida que has
llevado hasta ahora, con la que te sentías muy satisfecha. Per-
derías Berlín, esa oficina que te gusta, a tus amigas, los pe-
queños placeres, la perspectiva de casarte con un hombre sa-
no, divertido, bueno, de tener los hijos lindos, sanos que, si
te paras a pensarlo, ansías. A cambio de esa pérdida nada 
desdeñable, ganarías a un ser enfermo, débil, huraño, taci-
turno, triste, inflexible, casi sin remedio."

 En setiembre viaja. Después de un breve paso por la clínica

de Hartungen en Riva, a orillas del lago de Garda, llega a
Viena, para asistir a un Congreso Internacional de Salvamen-
to y Prevención de Accidentes. Juro que este era el título del
congreso y que no se trata de una ironía respecto del tema
que venimos tratando. Kafka, obviamente, asiste por obliga-
ción junto a varios de sus superiores. Hay más de 2 mil po-
nentes en el Congreso. Una de las tareas del escritor durante
los interminables cinco días de duración del evento, es el de
"prevención de accidentes causados por caída de equipajes
en vagones de ferrocarril". K. era experto en protección
contra accidentes... la carta a Felice lo prueba y pronto abor-
daremos la que le escribió al padre de su novia, para comple-
tar esta afirmación en ambos planos de la realidad. "Es difí-
cil imaginar nada más inútil que un congreso así", le diría
unos días después a Max Brod por carta.

                            II Congreso Internacional de Salvamento y Prevención
                                           de Accidentes, en el edificio del Senado, Viena, 1913.

 Paralelamente, y en forma casual, se produce en Viena, que
en esos años reúne a Freud, Hitler, Zweig, Musil y Karl
Kraus entre sus habitantes, el XI Congreso Internacional
Sionista. Una organización inmensa, en esa Viena que por
entonces era la capital de un gran imperio, cuya población
era mucho más elevada que la actual, y que, además, tenía
una población judía de 100 mil habitantes, la mayor de las
comunidades judías de Europa Central. Todas las grandes
salas de la ciudad están ocupadas por este Congreso, al que
han acudido casi 10 mil judíos de toda Europa. Por supues-
to que Kafka estaba al tanto de eso: debido al profundo anti-
semitismo reinante en la Praga (y por cierto sus amplios al-
rededores) de esos tiempos, el escritor se movía en un círcu-
lo de personas de su misma condición. Por ejemplo, en una
carta dirigida a Milena Jesenská -al cabo su gran amor- le
dice: "Últimamente me paso todas las tardes en las calles,
dándome un baño de odio antisemita. El otro día oí que al-
guien llamaba a los judíos "raza sarnosa". ¿No sería lo na-
tural irse de un lugar donde uno es tan odiado? (Para eso
no necesario en absoluto ser sionista o tener orgullo nacio-
nal.) El heroísmo de quedarse no deja de ser simplemente
el heroísmo de las cucarachas que no hay forma de extermi-
nar, ni siquiera del baño. (...) Aquí se vive en la amarga ver-
güenza de vivir bajo protección constante."
 No ha sido del todo visionario, en este plano. Ya que el ex-
terminio no tardó en llegar (la carta es de 1920). Sus tres
hermanas murieron, en distintos años, en los campos de con-
centración. Uno de sus tres tíos maternos se suicidó para evi-
tar ser conducido al siniestro Theresienstadt, y uno de sus
mentores se suicidó cuando estaba a punto de ser detenido.
 Claro está que Kafka, cuya identidad, fuera de la de escri-

tor, nunca le fue clara, se preguntaba "¿Qué tengo que ver
yo con los judíos?" (En otra parte: "No tengo equilibrio, no
siempre soy 'algo', y si alguna vez he sido 'algo', lo pago con
un 'no ser' durante meses.) "No tengo casi nada en común con
ellos", se contesta el 8 de enero de 1914, en sus Diarios. Asis-
te, sin embargo, en algún momento a ese multitudinario even-
to.
 Un dato interesante es que a ese mismo Congreso asiste
el 11 años más joven Joseph Roth, otro judío que nunca se
identificó totalmente con esa condición. Como dice Karl
Kraus, Viena era por esos años, "el centro de experimenta-
ción del derrumbamiento del mundo".
 Roth tiene, sin embargo, su propia versión de ese momento
de su vida: "el encanto lejano e inalcanzable de las damas
(...) sentadas en torno a las blancas mesas de jardín, ligeras
y acariciadas por el viento como nubes de primavera a ras
de tierra." Cumplió los 19 años en esa ciudad. Venía de su-
perar el examen de madurez con calificación de sobresalien-
te en la escuela secundaria, y luego de un breve paso por la
Universidad de Lemberg, venía a Viena para cursar estudios
en la Universidad de este lugar. Aún no había escrito sus no-
velas, recién iniciaba el camino que lo convertiría en el ma-
yor cronista de la Europa de entreguerras.
 Después de esos dos congresos, Franz viaja en tren a Tries-
te, la ciudad donde James Joyce vive retirado dando clases
de inglés, mientras trabaja en el Ulises. También Musil se
encuentra en esos momentos en la ciudad. Desde Trieste,
Kafka viaja a Venecia y allí, alojado en el hotel Sandwirth,
escribe su última carta a Felice, después de más de 200 car-
tas y postales sólo en ese año. En su Diario escribe: "El coi-
to como castigo por la felicidad de vivir juntos. Vivir lo más
ascéticamente posible, más aún que de soltero, ésta es para
mí la única posibilidad." Dos días más tarde, anota: "Me
aislaré de todos hasta la insensibilización. Me enemista-
ré con todo el mundo, no hablaré con nadie."
 A Felice, el día 16, en papel membretado del hotel, mien-
tras observa el canal, extrañado de sí mismo e "infinitamen-
te desgraciado. Pero, qué otra cosa puedo hacer, Felice? De-
bemos decirnos adiós."

                                                        La carta a Felice

 Por cierto, seis semanas después le escribe: "Mi anhelo por
ti es tal que oprime mi pecho como lágrimas que no pueden
derramarse."

 Esto es lo que le escribió, el 28 de agosto de 1913, al padre
de Felice Bauer: "Soy una persona taciturna, silenciosa, in-
sociable, egoísta, hipocondríaca y enferma. Vivo en el seno
de mi familia, con las mejores y más amables personas, sin-
tiéndome más extraño que un extraño. Con mi madre, en los
últimos años, no habré intercambiado ni veinte palabras dia-
rias; con mi padre, nunca pasamos de un saludo. Con mis
hermanas casadas y mis cuñados no hablo sin enfadarme.
Para la vida familiar carezco del menor sentido. ¿Podrá vi-
vir con semejante ser humano su hija, cuya naturaleza, la
de una muchacha sana, está destinada a gozar de una autén-
tica dicha conyugal? ¿Soportará llevar una vida monacal
junto a un hombre que, pese a que la ama como jamás po-
drá amar a otra, debido a su vocación irrevocable se pasa
la mayor parte del tiempo metido en su habitación o pasean-
do en solitario?"

 Entre la carta de despedida y la del mes de octubre, hace
una breve excursión a Malcesine, a una clínica. Desde allí
le escribe a Brod: "a la mesa me siento entre un viejo gene-
ral y una pequeña suiza de aspecto italiano." Esta pequeña
suiza hace revivir a Franz, intercambian gestos en público,
se llaman a las habitaciones, juegan en el parque. Reman
juntos en el lago, y en su Diario Kafka escribe: "La dulzura
de la melancolía y del amor. Que en el bote ella me dirigiera
su sonrisa. Eso fue lo más hermoso de todo. Sólo el deseo de
morir y el hecho de seguir resistiendo todavía, sólo eso es el
amor."

 Siempre la vida resulta contradictoria, siempre se va hacien-

do. (No puede saberse.)
 Por eso me pareció un hallazgo, un par de días después de
interrumpir la lectura del libro de Kumpfmüller, una reflex-
ión de David Leavitt, acerca de la novela que se editara re-
cientemente, llamada "Los dos hoteles Francfort", en la que
Leavitt se había propuesto narrar la dramática historia de
Jean-Michel Frank, un gran artista del diseño francés (1895-
1941) que escapó de los nazis a principios de la Segunda
Guerra Mundial, recaló en Buenos Aires en el '40 y luego
viajó a Nueva York, lugar donde se suicidó por una decep-
ción amorosa. El autor de "Los dos hoteles..." dice: "El pro-
blema era que la historia podía ir en una sola dirección: des-
cendente. No podía resolver cómo podría hacer tolerable pa-
ra el lector una narración que se movía inexorablemente ha-
cia el suicidio." Entonces crea un matrimonio, que se conver-
tirá en el eje central de la historia, mientras que Frank es
desplazado a un personaje secundario.
 Esa es la razón por la cual la novela de Kumpfmüller acer-
ca de los últimos dos años de vida de Kafka se hacía tan du-
ra. Por más que el autor quiso darle una tonalidad relativa-
mente alegre, en su intento de probar que Kafka podía tener
una relación sentimental feliz siempre y cuando no interfirie-
se con su escritura, no hay manera de restarle dramatismo
a esa caída en picada de ese tiempo avanzado de su enferme-
dad y a los horrores que aquel que conoce la vida y muerte
del genial escritor checo, sabe que advendrán. Hasta la famo-
sa nota que le escribe a su médico, cuando ya no podía ha-
blar, porque la tuberculosis le había tomado toda la garganta,
diciéndole: "Máteme, sino es usted un asesino..."
 La novela se llama La grandeza de la vida. Franz Kafka co-
noció a Dora Diamant, en un lugar de vacaciones, Müritz,
en el Báltico, adonde concurrió invitado por una de sus her-
manas. Dora, que era una joven periodista, en ese momento trabajaba en una casa vecina, como cocinera.
 Franz vivió con ella desde julio de 1923 hasta su muerte,
el 3 de junio de 1924, en una clínica de Kierling, Austria.
Un mes después, hubiese cumplido 41 años.


 
El Danieli, la versión contemporánea del Hotel
Sandwirth.


Fuentes

Esta nota tiene varias fuentes
A la gran mayoría ya las he citado.
Falta aquí la biografía de Joseph Roth, un excelente trabajo
de Helmuth Nürnberger y estos otros dos libros



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