martes, 18 de septiembre de 2012

ESE LIGERO TEMBLOR

Nunca fuimos muy amigos con Willy. Él no se daba. Siempre
se mantuvo apartado del grupo, desde el colegio en adelante.
Pero, igual, de vez en cuando accedía a alguna invitación, y
nosotros lo invitábamos porque era costumbre hacerlo, como
si el tiempo no pasara, o, más bien, intentando lograr que no 
se llevase todo a su paso.
Willy había formado una familia. Iba a decir "como el resto
de nosotros", pero nada sería más inexacto. Willy había forma-
do una familia a su estilo. Se había casado orillando los 40, con
una mujer muy religiosa, a la que costaba sacarle una palabra.
Atendía, eso sí, a los dos hijos: la mayor, que ahora tendría
unos 12 años, y el pibe, de unos 8 ó 9. Digo 'pibe', pero ellos
no hablarían nunca así. Eran extraordinariamente formales,
como él lo había sido desde que lo conocimos, cuando tenía
la edad de su hija ahora. No participaba de nuestros juegos,
no se ensuciaba, no bailaba, no jugaba a la pelota, nada. Sólo
estaba, serio, alejado pero presente, sin dar señal alguna de
sentirse mal por no ser uno más del grupo. Por el contrario,
siempre había en él un dejo de desdén.
Las pocas veces que fuimos a su casa fueron por algún cum-
pleaños. Enseguida se sentía esa misma formalidad en su casa,
por cierto, donde no había ni gritos ni cantos. El padre estaba
siempre de traje. Ninguno de nosotros lo vio con otra ropa.
Era o deseaba ser de ascendencia inglesa; había perdido a su
propio padre siendo chico, ya que durante la segunda guerra mundial éste se había alistado como voluntario del ejército bri-
tánico y había muerto y estaba enterrado en algún lugar de
Bélgica, según creo. Era uno de esos hombres palabra-santa.
La madre tenía una forma mínima y reconcentrada de afecto,
pero se mantenía en casi total reserva, siguiendo los deseos
de su marido. No era imposible, sin embargo, puedo asegurar
eso, imaginarlos teniendo sexo. Sólo que esa fantasía nos ha-
cía mucha gracia, ya que se parecía más a una ceremonia mé-
dico-religiosa que a un acto de pasión.
Willy tenía dos hermanos, bastante mayores que él. Según 
supimos después, producto de un matrimonio anterior de su
tan serio padre. Pero como eran tanto mayores que nosotros,
prácticamente nunca los veíamos.
Estoy recordando todo esto porque la semana pasada vinie-
ron a una reunión en casa. Sábado a la noche. Ya me habían
contado el asunto de la 'mascota' de Willy; todos estábamos
al tanto. Y, por eso mismo, todos, también, estabamos muy
expectantes de su llegada, ya que se comentaba que no se
desprendía de ese animal, salvo en el horario estricto del tra-
bajo. Entre paréntesis, nadie sabe de qué trabaja Willy. Los
rumores en un tiempo en el que no nos veíamos, hablan de
tareas algo oscuras. Se contaban cosas bastante horribles de
él, como que era un encubridor, o un delator; tiempos pasa-
dos aunque no tan lejanos. Pero como eran sólo rumores y
ninguno de nosotros supo nada concreto, no llegamos a cor-
tar del todo nuestra relación con él. Debo aclarar, porque lo creo necesario, que Willy nunca dijo o hizo algo que revela-
ra un lado siniestro como ése. En las charlas y discusiones
adquiría un tono indiferente, como si las cuestiones políticas
o sociales o hasta filosóficas, no tuviesen nada que ver con él.
En realidad, casi nada tenía que ver con él. Ni el deporte, ni
las conversaciones íntimas, ni las bromas que se suelen hacer
entre amigos de tanto tiempo. Recuerdo que más de una vez
hablamos entre todos, nosotros y nuestras mujeres, acerca de
las posibles actividades de Willy, pero prevaleció la postura
de no condenarlo sin tener prueba alguna.

Llegaron a la hora exacta de la invitación, por supuesto. Y
varios de nosotros salimos a recibirlos a la vereda. Primero
bajó la mujer, delgada y no muy alta, de rasgos duros, que
abrió la puerta de atrás de su lado, para que bajasen los dos
chicos. Willy, entonces, descendió del auto y abrió la puer-
ta trasera izquierda, por donde apareció la bestia. Era un oso
hormiguero, tal cual nos habían dicho, un Yurumi Gigante,
que afortunadamente tenía una gruesa correa sujetándole el
cuello. Toda nuestra atención abandonó por completo a es-
posa e hijos para fijarse en lo que era y hacía el animal. Su
cara estirada para terminar en un aparato preciso para su
función alimenticia: un hocico impactante, casi amarillo; sus 
patas delanteras, como dos muletas articuladas, que lo conde-
naban a cierta torpeza en los movimientos, absolutamente di-
ferentes de las posteriores, mucho más pequeñas, y como per-
tenecientes a otro animal. Y su cola descomunal, estética y sal-
vaje.
Era imposible no quedarse pasmado ante el tamaño y el des-
plazamiento de esta bestia. Solo cabía disimular la mezcla de
incredulidad y pánico que nos producía, y confiar en que este
tipo de paseos-visita serían frecuentes en la vida de Willy y su
familia.
Era lo que pasaba normalmente, al parecer, porque los tres
ingresaron a la casa acompañados por alguna de nuestras
mujeres, sin hablar una palabra y casi sin saludar.
Willy, mientras tanto,se ocupaba del traslado del oso, deno-
tando un manifiesto orgullo, tanto por el tamaño de la bes-
tia como por su dominio sobre el animal. De hecho lo ma-
nejaba como a un perro grande. Y el Yurumi se comportaba
como un perro, aunque todos sabíamos que no era un perro.
También es cierto que si hubiese traído un dogo, por ejem-
plo, hubiese causado un parecido malestar como, asimismo,
un semejante temor.
¿Incomodidad para el amo de la bestia? Todo lo contrario:
se veía que le gustaban el temor y el malestar que infundía el
oso en nosotros, una manera grosera de 'hacerse respetar'.
Tal vez Willy siempre había 'tenido un oso hormiguero', sólo
que en aquellos tiempos no era un oso hormiguero real y no
lograba otra cosa que algunas cargadas y ligeras provocacio-
nes para que se uniera al grupo, que parecían en el fondo ha-
cerle bien.
Pero ahora Willy era grande y su inseparable mascota pare-
cía representarlo, mucho más que su familia, por ejemplo.
Le hablaba en voz baja al Yurumi, que daba toda la impre-
sión de estar en su mundo. Una forma muy rara de estar en
su mundo, porque su mundo era tan ajeno a todo lo que vi-
vía, que costaba entender que se sometiera a la más mínima
norma de la civilización.
Pero lo hacía. Se sentaba a los pies de Willy, con las patas
delanteras en el aire -creo que nadie dejó de reparar en las
tres largas uñas de cada una de esas 'manos'- olfateando la
lejanía, sin conexión con las personas, más allá de su, diga-
mos así, amo.
Por supuesto que la reunión fue un fiasco, ya que cada vez
que la bestia se inquietaba, o que Willy le daba a beber algo
de una cantimplora que había traído, o que se levantaban
los dos para dar una vuelta por el fondo, un efecto aspirado-
ra inexorable dirigía toda nuestra atención hacia su lado.
Hubo un lógico problema con las distancias, ya que ninguno
quería ni aproximarse ni ser aproximado por el oso hormigue-
ro, por más que Willy recalcó que el animal estaba muy acos-
tumbrado a la sociedad humana y que era inofensivo, al me-
nos mientras no se lo atacase.
No le creímos ninguna de las dos afirmaciones y cuando se
fue con su familia, cosa que por suerte ocurrió bastante tem-
prano -la mujer se acercó a Willy y, con un gesto, un rápido
y casi imperceptible giro del rostro hacia el costado izquierdo,
como una señal preacordada con su marido, le indicó sus de-
seos de partir- nos quedamos un rato largo discutiendo el te-
ma. Las mujeres estaban espantadas, temían por ellas mismas
pero especialmente por los chicos y se conjuraron acerca de
que ésta era la última vez que Willy iba a ser invitado a la
casa de cualquiera de nosotros. Por lo menos, afirmaron casi
a coro, mientras no se desprendiese de la fiera.
Ninguno de los varones alzó la voz, salvo para calmar un po-
co los ánimos, pero sin contradecir a las mujeres en lo más
mínimo. También nosotros estábamos bajo la impresión que
causaba la extrañísima asociación de Willy con el oso.
Martín contó que un tío suyo había trabajado en un circo en
una época, y recordaba que su tío había dicho más de una vez
que el domador de fieras le había asegurado que hasta los ti-
gres y los leones eran bestias más predecibles que los osos.
Nadie tuvo nada que agregar.

Transcurrieron varios meses. De tanto en tanto alguien comen-
taba que había oído hablar de Willy y de su inseparable mas-
cota. Que lo habían visto salir a correr en ropa deportiva, con
el oso tirado de la correa, que se armó un lío bárbaro en un ne-
gocio del centro porque el dueño le ordenó a nuestro casi ami-
go que retirase de inmediato a su enorme mascota del local, y
cosas por el estilo. Incluso se dijo que había habido denuncias
de sus vecinos a la policía, pero que ésta no encontró motivos
para secuetrar al animal, ya que no había cometido ningún de-
lito.
Intervino la casualidad, como sucede tantas veces, muchas más
de las que pensamos.

Un día apareció Gonza, que se había ido a vivir al campo hacía
como veinte años. Se vino a casa y mientras tomábamos un
vino esperando que se hiciera el asado, nos comentó que se
había encontrado con Willy el día anterior, en la plaza, y que
por supuesto estaba con el famoso Yurumi gigante, cosa que
a Gonza por supuesto no le causó otra impresión que la de un
encuentro gracioso y un poco ridículo. Y nos dijo que Willy
estaba de lo más amistoso, y que eso sí que lo sorprendió a
Gonza, porque se acordaba de lo ortiva que era antes. Parece
que Willy se quejó de que "los amigos no me invitan más a
sus casas y la verdad es que no entiendo qué les pasa". Gonza
dijo que seguramente era un malentendido y en compensación,
lo invitó a una fiesta campestre típica que se realizaría en po-
cos días y a la cual, le comentó, nos iba a invitar a todos noso-
tros. Que para eso había venido, justamente.

¿Qué se podía decir? Que íbamos. Las mujeres y los chicos
no serían de la partida, cosa que a Gonza no le cayó mal, por-
que él vivía solo y tenía toda la intención de que aprovechára-
mos la fiesta para organizar una buena partida de caza.

Abreviemos.
Dos semanas más tarde, en dos vehículos, nos fuimos todos
los del grupo, en tren de solteros por un fin de semana, al cam-
po de Gonza, cerca de Venado Tuerto.

Era un día hermoso, hacía calor y los ánimos estaban por el
cielo. Llegamos a media mañana y desembarcamos en el pa-
tio de la estancia entre bromas y abrazos. Los peones ya ha-
bían puesto un par de costillares a asarse lento y Gonza nos
había mostrado las instalaciones cuando sentimos llegar la
camioneta de Willy. Nos saludó desde el interior del vehícu-
lo con una efusividad que no le conocíamos. Por supuesto,
antes de que me lo pregunten aclaro que la bestia estaba a su
lado. Willy bajó primero y vino a nuestro encuentro muy con-
tento. Tanto que casi termina entrando a la casa con nosotros
olvidándose del oso en el auto.
Y ahí empezó a producirse el cambio. Enseguida notó que el
Yurumi estaba distinto, agitado, raro. Le abrió la puerta de la
camioneta y el oso no quería bajarse por nada. Tironeó de la
cuerda y la mirada del bicho no fue la de antes. Creo que por
primera vez Willy sintió en carne propia lo que habíamos sen-
tido nosotros en contacto con la fiera. Una cuestión de distan-
cias. La inquietud del oso se le contagió a Willy como si una
corriente eléctrica hubiese atravesado la cuerda en su dirección.
Desde donde estábamos -nadie se movía- veíamos cómo la
trompa del animal giraba como un periscopio en el aire. Le lle-
gaban, supongo, olores que eran señales poderosas, indicacio-
nes de la naturaleza que le recordaban su propia especie con
una fuerza extraordinaria. Porque bajó casi de un salto de la
camioneta y desde ese instante, Willy pasó a ser la mascota
llevada de la cuerda. Ahora el oso ya no parecía distraído y
ausente. Por el contrario, su grado de alerta equivalía al del
famoso episodio de los misiles cubanos, por ejemplo. Todos
sus músculos, que ahora demostraban ser increíblemente nu-
merosos y fuertes, se pusieron en movimiento. Willy estaba
en un estado desesperado. Intentaba reganar el control de la
situación, pero a todas luces se trataba de una tarea que lo su-
peraba ampliamente. La cuerda, que hasta ese día había signi-
ficado la sujeción de la bestia al hombre, era ahora un peligro-
so elemento que lo sujetaba a los renacientes instintos del ani-
mal. Es sabido que el oso hormiguero carece de dientes. No
hay peligro por ese lado. Pero también es sabido que el oso
hormiguero tiene tres largas uñas en cada mano, y que la ma-
no de un oso hormiguero activo se transforma en una garra.
Lo cierto es que la agitación del animal era intensa, pero Wi-
lly mantenía aún un mínimo de dignidad frente a la situación.
Si bien no parecía que la bestia fuese a atacarlo, se notaba
que estaba pasando por una furiosa crisis de pertenencia. Se-
guía por una parte en el reino de la civilización, atado a su
amo, pero, en el mejor de los casos, como un mayordomo in-
glés que atraviesa una crisis psicótica y comienza a mirar a su
patrón como un mero tratante de esclavos. Por la otra parte,
el llamado de la naturaleza animal, con sus reglas fijas y de-
cisivas, y sus pasiones primarias.
Todo esto lo percibió Willy, sin duda, y también todos noso-
tros -hasta Gonza estaba paralizado- cuando ocurrió lo que
era esperable que ocurriera aunque ninguno de nosotros lo
previera, ni estuviese mínimamente preparado.
La perrada del lugar, cinco pichichos de regular tamaño, se
le vinieron a la carga de la nada al oso hormiguero, ladrando
como salvajes.
Las dudas del Yurumi gigante se resolvieron en un segundo.
Después supimos que es lo que se conoce como "distancia
crítica": la angosta zona que separa la distancia de huida de
un animal salvaje, de su distancia de ataque. Hay etólogos
que aseguran que la distancia crítica es tan exacta que puede
medirse en centímetros, según la especie.
Era evidente que los perros habían atravesado el círculo má-
gico de la distancia crítica del Yurumi gigante.
Willy quiso soltar la cuerda, pero se le había enredado en la
muñeca. El oso dio un salto prodigioso hacia adelante, un sal-
to que parecía incapaz de realizar, y cuando aterrizó, arrastró
a su ahora aterrado amo, mientras Gonza y los peones le gri-
taban en vano a los perros para que no se acercasen. Un mi-
lagro tuvo lugar, ya que la fuerza del salto y el peso de Wi-
lly enredado en la cuerda hicieron ceder al collar del oso,
y éste, liberado, no tardó en mostrar sus habilidades en com-
bate. Por enceguecidos que estuviesen los pichichos, todavía
primaron en ellos los instintos de supervivencia por encima 
de los mezquinos instintos territoriales. Se dieron a la fuga 
ladrando como condenados.

El chillido que soltó el oso nos heló la sangre.
Echó a correr en dirección al campo abierto, a la arboleda de
eucaliptos que había en la distancia, así como un pájaro se
alza al cielo o un pez se arroja en el agua. Siendose sí mismo.

Willy lloraba como no lo habíamos visto llorar nunca. Tal vez
nunca habíamos visto llorar a Willy. Lloraba como desde el
fondo de una desdicha sin fondo. A ninguno de nosotros, sin
embargo, nos nació acercarnos. Todo el rencor contra la vida,
toda la amargura de una existencia forzada juntaron sus cau-
ces numerosos en ese llanto. Ninguno de nosotros había llo-
rado así. Suelto el oso, Willy volvía a ser la criatura indefen-
sa y odiante que se nota que siempre había sido.

¿Yo? Yo miraba en la dirección en la que había salido corrien-
do el Yurumi gigante. No podía dejar de pensar en qué sería
de él. Hasta hoy me dura esa sensación, ese vértigo, ese ligero
temblor.