lunes, 26 de septiembre de 2011

INDECIBLE DE LA "IDENTIDAD"

Ah, ¡identidad! 
Una tela que envuelve el vacío.
Una creencia pertinaz


Ése que ha usado mi cara, mi nombre, mis sentidos.
¿Ése o éste?

El que se ha puesto mis pensamientos como un sombrero.
El impostor.

¿Él o yo?
Me resulta vagamente familiar.
Padre, hermano.
(También se concebía "hermano de Kafka")

Amor, si esta palabra clama por algo
es por "dime quién soy..."

Como si yo pudiera
decírtelo
¿Yo?
Y, a veces, justamente,
¡cuánta convicción!

Volvemos a empezar.
Mi sosías, mi otro, mi usurpador, mi alter.
Amor, para detener la deriva incesante de la nunca idéntica
identidad.
Pequeña ancla.
He sido -y entonces has sido- mi creencia.
Solamente una creencia, sin casi asidero
-pequeña ancla-
en tanto mar mareado
en tanto mar pasando incesando
insensato
mar del tiempo

 (¡Y tanto lío!)
(¡Y tantos anhelos!)
(¡Y tantos esfuerzos!)


Y la belleza.
Y el dolor.




Me asomo a esta cara como si en ella pudiera
re-crearme
Hay muchos otros lugares,
es cierto
¿o no es cierto?
Entre todos componen
'compondrían', si acaso...
una trama
una idea extendida
y extensa
móvil y cambiante
Sólo en un momento
parece quedar quieta
pero luego continúa
sigue y sigue
hasta que todos esos sitios
que sostenían los hilos alejados de la tela
se apaguen
Sí, ¿que otra cosa que divagues
se pueden esperar:
si es el vuelo de un pájaro reflejado
por las aguas ondeantes de un lago
que a la vez existe
y es imaginario?

También el otro (que es otra)
es a la vez lago
y pájaro que pasa volando.

Vos, sí.

Sí.

Sí.

ALGO MÁS ACERCA DE "INDECIBLE"

Unos pocos días después de haber delineado, porque sólo
se trata de eso, líneas vagas, como de gotas corriendo sobre
una superficie vidriada, una ventana tal vez*, el texto bauti-
zado "Indecible", y mientras voy armando una atrevida
hipótesis acerca de Ludwig Wittgenstein como otro caso de
Sinthome lacaniano -el clásico es, claro, el de Joyce- me
cruzo con el libro de Nooteboom "Tumbas de poetas y pen-
sadores". Debo agregar otro trasfondo -todo sucede como ca-
pas de milhojas si se quiere usar una figura culinaria, o de su-
cesivas napas, entremezcladas, si ponemos un pie en la geo-
logía- y es que también flota la idea de escribir por fin un artí-
culo acerca de Káspar Hauser, el personaje histórico que me-
jor representa al hombre-animal y su notable socialización. Al
abordar el misterio de K.H., que parece develado al fin, es im-
posible eludir el film de Werner Herzog y sus magníficos comen-
tarios tanto acerca de la película como del personaje que eligió
para interpretar a Káspar, un hombre llamado Bruno S. que era
poco menos que un semihombre, arruinado por internaciones
de todo tipo: reformatorios, asilos, cárceles, y que sin embargo
conmueve de principio a fin con su infinita humanidad...
La hipótesis vigente acerca del misterioso joven encerrado des-
de su primera infancia en un sótano, sin contacto alguno con
otro ser humano, es que se trataría del hijo ilegítimo de un per-
sonaje de la nobleza que quiso deshacerse de él, no lográndolo
inicialmente porque alguien no pudo asesinar a un niño, pero
sí en segunda instancia, después de algunos intentos fallidos,
cuando ya Káspar era parte de la sociedad y disponía del len-
guaje.

Ludwig Josef Johan Wittgenstein, "octavo y último hijo de una
de las familias más ricas de la Viena de los Habsburgo", no se
apellidaba así en realidad. Sólo hacía tres generaciones que el
bisabuelo paterno, aceptando la exigencia napoleónica de que 
los judíos adoptasen un apellido, trocó el suyo (Maier) por el
de sus patrones. También casualmente en la familia cundió la
leyenda, nunca comprobada, de que el abuelo de Ludwig era
vástago ilegítimo de un príncipe...
Nooteboom visita la tumba de Wittgenstein (1889-1951) en
Cambridge en el 2006. Llueve. Un escultor de lápidas lo guía.
Le menciona una frase del filósofo que inquieta a Cees Noo-
teboom hasta que logra ubicarla en el Tractatus: "Mis propo-
siciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al
final como absurdas, cuando a través de ellas -sobre ellas- ha
salido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la es-
calera después de haber subido por ella.)" [Las bastardillas son
mías]. Agrega el viajero holandés: "Sólo después viene aquella
otra, que no puedo transcribir sin temor, pero no hay más reme-
dio: <De lo que no se puede hablar hay que callar>"
De más está decir que de esta aparentemente simple conclusión
de Wittgenstein se ha hablado y escrito mucho.

La anotación 344 de "Sobre la certeza" de W. dice "Mi vida
se funda en que me conformo con muchas cosas" (Mien Leben
besteht darin, dass ich mich mit manchem zufrieden gebe).
(Acotación de Nooteboom)


En Observaciones, dos comentarios que considero relaciona-
bles con "Indecible": "Kleist escribió alguna vez [en 1811]
que el escritor preferiría transmitir los pensamientos sin utili-
zar palabras. (Qué extraña confesión)." Más adelante: "En el
arte es difícil decir algo, que sea tan bueno como no decir na-
da." (3)


Al final de su reseña, Nooteboom le dedica un poema que
termina con estos versos:
"en la trampa dibujada por él mismo
se busca entre decir y saber,
aún no llegado a casa". 


Wittgenstein, como intentaré explicar en otro momento, huye
de la casa paterna para evitar el casi inexorable destino suicida
que le esperaba si permanecía ahí. Y años después renuncia a
la inmensa herencia familiar, convirtiéndose en maestro de es-
cuela primaria muy lejos, muy lejos de casa.
Si la casa es el origen, si la casa es la razón y la seguridad, este hombre notablemente razonable y misterioso, ha permanecido siempre lejos de casa.


Ah, otra apostilla, esta vez comentando la tumba de César Va-
llejo: "Roland Barthes [en mi modesta opinión una de las ma-
yores sensibilidades del siglo, uno de los mayores poetas, en es-
te caso sin obra poética] es el que más se aproxima al meollo de
la cuestión [la naturaleza de los poemas del poeta peruano]
cuando, junto a "lo legible" y a lo "escribible" menciona otra
categoría: "lo recibible".


Devueltos a lo afable, ¿volvemos a hablar de la luna entre el
mar nocturno y los acantilados? ¿O dejamos que vuelva a ha-
blar la luna en su lenguaje sin lenguaje?


Heidegger conversando con Char, en Thor: "La diferencia más
grande entre la poesía y el pensamiento es tal vez lo que la poe-
sía ya da y el pensamiento aún no da. El diálogo con la poesía
sólo puede empezar en un pensamiento que casi no es posible."

Una vez más: hay que estar fuera de uno para que hable ESO,
lo que no sabemos, pero sabe. Pero habla muy raramente y 
cuando lo hace no es nada seguro que entendamos lo que dice.


La mirada, la voz, el tacto, el olfato... ¿en qué idioma?
Traen lo indecible a quien nunca terminamos de ser hasta que
terminamos de ser.


¿Que es el territorio de la angustia?


¿Sí?





* Unos días después me cruzo con un poema de John Updike.
LLUVIA DE DOMINGO
El vidrio de la ventana
intenta resolver
su crucigrama
pero sólo parece conocer
palabras verticales.

Cees Nooteboom: Tumbas de poetas y pensadores. Fotogra-
fías de Simone Sassen. Siruela Debolsillo, 2009.
Ray Monk: Ludwig Wittgenstein. Anagrama, 2002.
Ludwig Wittgenstein: Observaciones. Siglo XXI, 1986.

domingo, 25 de septiembre de 2011

VENAS

La piedra (siendo) su propia memoria.
Sus venas corren en perpetuo silencio.
¿O un día renacerá en ella el comienzo de los tiempos?

Los cuerpos recuerdan,
latiendo y pulsando.
Memoria del cuerpo.
Memoria del tiempo.

Por sus canales corren las aguas lavando sus recuerdos.
Y éstos vuelven a emerger
como esas rocas bañadas día y noche por las olas.

Los cuerpos nos recuerdan.


Los dolores, las caricias, los goces, los placeres.
El surco del anhelo.
Escritos están desde temprano
nuestros cuerpos.


A su memoria nos confiamos
al dormir,
al soñar,
al olvidarnos.

El amor o su falta
escriben y han escrito en los cuerpos,
y sus letras
sólo podemos leérnoslas
el uno al otro.

Eso que llamamos "la vida",
es la memoria del cuerpo.
Inevitable fuga
de una inscripción indeleble.











miércoles, 21 de septiembre de 2011

INDECIBLE




Cada vez me parece más 'numeroso' lo indecible.
Uso esa expresión para no dar un rodeo.
Michaux ya utilizó la 'metáfora' numérica cuando escribió
"todo lo raro pierde un 90% en el habla".
Parece decir exactamente lo contrario de lo que yo intentaba
expresar (que cada vez es más lo inexpresable), pero no leo
de esa manera lo que quiso decir Michaux. Pienso que se refería
a cómo el habla empobrece aquello que habría que decir, lo
'real' o lo sentido, lo inexorablemente subjetivo,
que por su movilidad, incompletud, su pasaje de la luz a la 
sombra y de lo visible a lo imperceptible, lo vuelve infijable
y obliga a clavetearlo con inadecuadas palabras.
Últimamente siento que intentar decir (lo vívido y lo vivido,
lo sensible y lo sentido, lo pensable y lo pensado) es como
abrazar el agua.
Que casi todo lo verdadero es verdaderamente inexpresable.
¿Una renuncia a la poesía, como intento de bordear los límites
de lo decible?
No, no es eso.
Y no se trata del otro mar, el de lo innúmero ya dicho/escrito.
Tampoco podría decir qué es, por supuesto.


En latín existe el término iffabilis, que significa "expresable".
De ese término, porque las palabras tienen raíces y también
'caras', como el follaje, ha surgido "afable", que quiere decir
"a quien se puede hablar". Mi palabra agregada sería afhábile,
que vendría a ser "quien tiene la habilidad de que se le puede
hablar".
Y tampoco se trata de que lo inefable sea resultado de la esca-
sez de la escucha.
Sólo es que siento que el mar de lo inexpresable extiende sus 
aguas.
Y si la palabra poética bordea la frontera de lo inexpresable, 
hasta perder su origen, hasta hacerse transparente e invisible,
siento que su trazo ya no logra tocar lo real (de la experien-
cia subjetiva!).

"Palabra que rozas la cosa,
palabra que rosas la rosa", 
y sin embargo, su afuera, su por fuera, su más allá y más
acá, no cesan de crecer.

El delicado seudopodio de una palabra se extiende
y toca nombrando, apenas y por un instante.
(Y sin embargo: "¡A veces una palabra alcanza tanto!")

Es muy posible que lo literario sólo sea posible cuando se
está en el borde de lo decible.

También el lenguaje amoroso padece esta condición: la pa-
labra sólo dice que es imposible en realidad decirle al otro
lo que se experimenta en la pasión amorosa mejor que con
el silencio.



La mirada y el oído 
y el ciego-sordo-mudo tacto
traen señales.
¿En qué lenguaje?
(como se pregunta "¿en qué idioma?")

Y cuánto más nos dicen, casi sin idioma alguno,

esas señales.

Así es que siento que se me abren dos posibles silencios:
el silencio de "entender" sin las palabras, o a pesar de las
palabras;
y el otro silencio, el de renunciar a intentar "entender" o
expresar lo inexpresable, el de rendirse fina y filial y
finalmente, al mar.


WUNDUM

Un día Wundum decidió construirse un pajaravión. Un avión
de uso personal. Para vuelos breves, para vuelos intermina-
bles. Lo construyó para vuelos curvos, cóncavos, ascenden-
tes, mixtos, espiralados. 
"¿Hasta dónde Wundum?"
Un avión personal, para enroscarse en el cielo, despegaterri-
zar, tirabuzonear, sorprender a la luna y a otros distraídos astros.
"Sólo el horizonte me mira", le había escrito el náufrago a
Wundum ("Últimos mensajes, 18").

Para las nubes, para las tormentas, para el alma del aire.

"Quiera la luz lunar, solar, marina, nevada, húmeda, pálida, 
pulverizada, algo loca, filosa, albuminoidea, ebria, olvidada,
posarse sobre mi avión".
"Quiera el aire helado anestesiar sus doloridas alas"
Quisiera, Wundum, 
volarse
de Wundum-

Wundum en lo oscuro
sin lucesitas...

y su avión despojado/desplumado de temores y terror...

martes, 20 de septiembre de 2011

PATRICK LEIGH FERMOR

P.L. Fermor nació en Londres en 1915 y, literalmente, "toda-
vía anda dando vueltas".
A los 18 años de edad, con su familia en la India, emprende
su primer gran viaje a pie, desde Londres hasta Constantino-
pla. Este recorrido pleno de vitalidad y arrojo, realizado en los 
años en que se engendraba la Segunda Guerra Mundial, lo ha
descripto años después, pleno de fruiciosa cultura, en dos li-
bros magníficos: "El tiempo de los regalos" y "Entre los bos-
ques y el agua".
Fermor, cuya vida no intentaré resumir en esta breve reseña,
ha mostrado cuan amplios pueden resultar, si se los estira desde
joven y con tanta osadía, los límites de una vida humana.
Repitiendo la experiencia, en ese caso imaginaria, de "Párrafos
finales", incluyo los párrafos finales de estos dos libros de Fer-
mor.
Una especie de degustación. 
Porque los libros, a diferencia de los peces, se están multipli-
cando.
Los cazadores de libros lo sabemos, la tarea es demasiado vas-
ta. Organizamos redadas, atrapamos a varios ejemplares en ca-
da una de ellas, pero nunca es suficiente. Esos malandras si-
guen apareciendo, a pesar de la digitalización impuesta a mu-
chos de sus cuerpos. 
Una suerte de Interpol de cazadores de libros ha acudido en
nuestro auxilio, atiborrando nuestras salas de audiencias de
casos sin resolver.
Una redada bien hecha resulta una pasión comparable a cual-
quier otra. Somos cazadores de presas vivas, que luego se en-
tremezclan con nosotros, sus aparentes cazadores, cruzando
vidas y escrituras.
Para nuestra forma de cazar, no cuentan los trofeos. Por el con-
trario, el efecto de los libros conocidos a lo largo de la existen-
cia en sus diversas ubicaciones y lecturas, resulta inquietante.
Hay piezas menores, por cierto, así como muchas otras que
reciben lecturas a pedazos, incompletas, mordiscos, pellizcos, 
y todo eso.
En la redada en la que 'cayeron' los libros de Fermor, que están
abrazados en un solo tomo, también perdieron su inútil libertad-
los versos que más repetidamente vienen a mi mente desde la
de Pessoa son "flores que tomo o dejo, vuestro destino es el
mismo"- "Los pies de la concubina" de Kathryn Harrison, que
se me había escapado en varias ocasiones; "Las bodas de Pen-
tecostés" de Philip Larkin, un poeta inglés al que regreso sin
terminar de encontrarme con él; "París-Brest", una novela de
Tanguy Viel; "La sombra de tu perro", de Jean Allouch, un
psicoanalista al que sigo desde "El sexo del amo"; "Kafka va
al cine", una notable investigación acerca de las experiencias
y los comentarios de Kafka con y acerca de ese arte en los co-
mienzos del siglo XX, por Hanns Zischler; "Pensadores temera-
rios" de Mark Lilla; la versión de "Safo: poemas y testimonios"
de la editorial Acantilado y, para no aburrir al lector con la lis-
ta de los elementos capturados, "La isla tuerta/ 49 poetas bri-
tánicos", una selección a cargo de Matías Serra Bradford y 
"Cuando el Otro es malo", un seminario con Jacques A. Miller
como referente.


En cada una de estas redadas, si tenemos suerte, aparecerán 
alguno o algunos peces gordos. En este caso, Fermor es nues-
tro premio mayor.


"El tiempo de los regalos" encuentra, en su capítulo final a
nuestro joven viajero en Hungría.
El libro se cierra con estas palabras: "En el agua, casi inmateria-
lizada por aquel momento luminoso, una garza se impelía con
las patas río arriba, detectable sobre todo por el sonido y por 
los aros, más oscuros y en lenta disolución, que las puntas de
sus plumas remeras dejaban en el agua. Se había iniciado una
connivencia de sombras y pronto solo sobreviviría el color más
claro del río. Entretanto, río abajo, en la oscuridad, no había se-
ñal alguna de la luna llena que más tarde transformaría la esce-
na. No quedaba nadie en el puente y los pocos que estaban en
el muelle se apresuraban en la misma dirección. Por fin me a-
parté de la balaustrada, impulsado por la nota más apremiante 
que desgranaban los campanarios, y me apresuré a seguirles.
No quería llegar tarde."


Ése es el clima del libro. Recorridos, descripciones acerca de lo
visto y la discreta alusión a sus efectos en la sensibilidad de
Fermor.

Ahora el prometido final de "Entre los bosques y el agua", que
se produce cuando el autor cruza su séptima frontera: "Orsova,
13 de agosto de 1934".


"Las notas de un disco de gramófono llegaron a nuestros oídos:
era Leyendas de los bosques de Viena. El piloto se echó a reír:
"¡Ya verá! Cuando leven el ancla ponen El Danubio azul."
Todo el mundo recogía sus bártulos, un barquero se colocó en
posición junto a la baliza, los funcionarios se pusieron sus go-
rras de pasamanería dorada, y el barco, acostándose, reculó
hasta colocarse de perfil otra vez en medio de un tumulto de es-
puma. Un marinero se asomó a la barandilla y en un abrir y ce-
rrar de ojos su calabrote pasó rozando las gaviotas como un la
zo."


Ser cazador de libros es una fuente inagotable de goce.
Puedo pensar en otras, en otra. En otra fuente. En otra forma
de inagotabilidad. También implica un arriesgado viaje por la
desconocida.
Y sus besantes manos.










miércoles, 14 de septiembre de 2011

ESA NOCHE

Regresó al Hospital como cada noche que se escapaba.
Ultimamente sus formas de sorpresa y de desconcierto varia-
ban tanto que decidió dejar de prestarles atención.
Por eso es que, a pesar de lo inexplicable que resultaba lo
que vio al ingresar al pasillo principal -al Gran Corredor, al
Canal Maestro- no hizo ningún gesto, ni sintió perturbación.
El pasillo -el Hall Magno, el Camino Ancho- con su ilumina-
ción de tubos de luz blanca, ligeramente ácida y venenosa,
estaba ocupado por sucesivas, innumerables, mesas de billar.
Mesas de las grandes, cada una provista de su lámpara pro-
pia, que derramaba una luz amarilla y antigua, mientras los jugadores se desplazaban en silencio, ya sea poniéndole tiza 
a los tacos, mirando con fijeza las posiciones sobre el verde y gastado paño, haciendo cálculos mentales que intentaban 
siempre lo mismo: desentrañar las insondables relaciones en-
tre las tres bolas distribuidas por la lógica de las esferas complementarias.
A veces, para avanzar y llegar a su remota sala, debía esperar
un buen rato -lo cual estiraba su ausencia- a que el jugador
terminase de estudiar las posiciones y los ángulos, para eje-
cutar su jugada. Trataba de no mirar lo que pasaba en cada
una de las mesas, porque temía distraerse tanto de sí mismo
que ya no supiera ni adonde se dirigía, ni quien.
Cada mesa parecía un tablero de ajedrez y los pensativos y
muy concentrados jugadores lo ignoraban como si no estuvie-
ra efectivamente allí.
Sus mínimos gestos parecían haber sido estudiados durante dé-
cadas, o heredados de padres jugadores-maestros de billar.
Cada paso de aproximación o de distanciamiento de las mesas
parecía constituir otro juego, paralelo al de los movimientos 
largos y curvos o brevísimos y acariciantes, de las tres bolas
mágicas. 
Observó que los que jugaban no parecían pacientes. No reco-
nocía, por otra parte, a nadie. Y sin embargo, todos tenían al-
go en común con el resto, algo físico, más allá de la gestuali-
dad, del ritmo de los movimientos, del ritual.
Pensó que podían ser enfermeros, pero lo descartó enseguida.
No eran ninguna otra cosa que jugadores nocturnos en pasillos
de Hospicios de billar. Nunca lo habían sido, nunca lo serían
tampoco.
Se dio cuenta de que a medida que avanzaba, a un ritmo tan
irregular, las mesas parecían multiplicarse, en forma lenta y
visible, dándole a entender que no llegaría a su pabellón has-
ta muy entrada la mañana.
Sintió las dos amenazas sin un exceso de sorpresa y sin dejarse
ganar por el desconcierto.
Se le ocurrió volver atrás, pero no era posible.
Se le ocurrió desdoblarse y volar. O  volverse invisible.
Se le ocurrió que la mente tiene a veces demasiadas habitacio-
nes, que se podría vivir más simplemente, en un solo cuarto,
con una sola silla y que la ventana de la mirada podría permane-
cer siempre cerrada.

El sonido perfecto de una tacada, lo despertó bruscamente
de su pensar.