viernes, 7 de enero de 2011

DOS MONÓLOGOS DE "LA SOCIEDAD HARSHÍ"

"La sociedad Harshí" es uno de esos libros que tal vez jamás
conozcan la luz. Es tanto un libro interminado como intermi-
nable. Se viene escribiendo, desescribiendo y reescribiendo
desde hace varios años. Está probablemente destinado a la in-
conclusión.Una cosa segura es que en algún momento llegará
a la interrupción.
Alguien podría asociarlo al libro que Joe Gould escribía o
parecía escribir en Nueva York durante décadas, una "Histo-
ria oral de nuestro tiempo" que incluso Pound y Cummings co-
mentaban mientras esperaban su aparición. Joseph Mitchell,
en "El secreto de Joe Gould", cuenta la historia de ese hombre,
descendiente de una familia tradicional del noreste americano
que se convirtió en homeless después de graduarse en Harvard.
Y devela su secreto.
Pero dicha asociación sólo se sostiene en la aparente seme-
janza entre dos libros que nadie ha visto todavía y cuya exis-
tencia supuesta es razón de fe. Ni Pound ni nadie más está esperando ni anunciando la aparición con vida de "La socie-
dad Harshí".


De "La sociedad Harshí" he extraído dos monólogos. El pri-
mero pertenece a uno de los protagonistas de esa historia que
transcurre en un gran manicomio. Un grupo de psiquiatras-
científicos ha tomado comando del hospicio y, aparatología
mediante, extrae la locura residual de los pacientes, con fines
oscuros. Un médico que hace varios años que ha dejado de
trabajar allí es llamado por un par de colegas preocupados (y
tal vez amenazados) por las actividades de los nuevos directi-
vos del hospital. El secreto "familiar" de la institución es la
quema de un servicio, hace una década, en la que un paciente
chino había comenzado a 'activar' poéticamente a sus compa-
ñeros de pabellón. El grave incidente nunca fue investigado y
no son pocas las relaciones entre los acontecimientos actuales
y la desaparición del chino y de sus discípulos.
El segundo monólogo es de un paciente no identificado, que
habla desde atrás de una suerte de carpa que se ha montado
en su sala, impidiendo su visión. Como tantas otras cosas que
suceden en los manicomios, ésta no tiene explicación oficial,
limitándose a mantener una disposición de larga data.

1.  El relato de DUFRÓN

Los corredores, de noche, están vacíos. El silencio parece
recorrer las tuberías de pasillos del Hospital como una tromba
contínua. Sentados en la guardia, comiendo lo que Dufrón ha
cocinado para los dos, hablamos.


Me dijo: "Una sola vez estuve en la misma habitación con mi
padre. Lo único que alguna vez me habían dicho de él era que
se trataba de un hombre muy... extraordinariamente pensativo.
Siempre estaba pensativo, me dijeron. Me explicaron que mi
padre hacía casi 30 años que no hablaba y cuando coaguló en
mi cabeza que durante ese tiempo me había engendrado a mí,
sentí un horror que puedo recordar con todo el cuerpo con sólo
nombrarlo. Aunque era un horror sin nombre, seguramente.
Hasta ese día yo no había visto a mi padre. Ni una foto, nada.
Él se había ido - o la familia de mi madre lo había echado- y no
había dado ninguna señal de vida desde entonces.
¿Le dije que mi madre murió cuando yo tenía 4 años? Lo que
recuerdo de ella es más lo que me contaron que lo que ví. Igual
hay mucha confusión. La ida de mi padre, la muerte de mi ma-
dre. Mis abuelos maternos odiaban a mi padre, pero nunca pu-
de saber si eso fue lo que lo alejó de nosotros (mi hermano y
yo) ni porqué lo odiaban tanto.
Cuando entré a la habitación en la que estaba mi padre, una
impresión rara se agregó a la agitación que yo llevaba desde al-
gunos días atrás, desde que me anunciaron el encuentro. El
cuarto en el que estaba aquel que era mi padre contenía una
gran cantidad de muebles, sin poder distinguirse aquellos que
pertenecían a la habitación de aquellos que estaban en depósito
allí o simplemente amontonados. Una luz amarillenta provenía
de dos lámparas, aunque juraría que esto sucedió en pleno día.
Me parece que no había ventanas, o que estaban cubiertas por
el abigarrado de muebles de toda clase: cómodas, roperos, me-
sitas, escritorios, baúles, alacenas, sillones. En doble o triple fi-
la. Unos encima de otros. Y parecían muebles de buenas ma-
deras y finas tapicerías. Muebles antiguos. Muy cerca mío,
eso sí lo recuerdo bien, había una estatua de madera un tanto
más alta que yo. ¿Ha notado usted algo particular en mi estatu-
ra? He oído los comentarios. ¿Usted diría...? Tiene razón, prosi-
go mi relato...
La estatua, oriental, de una madera muy seca y que parecía
apolillada a propósito, representaba a un hombre-pez. Yo sólo
había visto o leído pinturas y películas en las que aparecían
mujeres-pez, llamadas... ¡si-re-nas! Sirenas que cantan, o algo
así. En este caso lo que más llamaba mi atención era que tanto
el cuerpo como la cabeza eran en parte de un pez y en parte
humanos. Y la expresión de su cara: era de sorpresa, como si
la persona recién se estuviese dando cuenta de que era en gran
medida un pez o como si un pez se supiera, además, persona.
Mi padre estaba sentado a la sombra de esa estatua, dando a
entender que habría alguna continuidad entre la presencia del
hombre-pez y la del padre. Sólo que él estaba tan inmóvil que
costaba distinguirlo de los demás objetos. Mis ojos barrieron en forma horizontal cuanto se encontraba enfrente mío, dos, tres
veces. Hice ese movimiento llevado por las incontrolables emo-
ciones que me paralizaban en presencia de ese hombre tan
quieto como cualquiera de los muebles. Mi cara se había con-
vertido en un faro sin pensamiento, en una luz que corre.
Pero al pasar mi mirada por la cara inmóvil de mi padre sufrí
un terrible sobresalto. ¡Porque mi padre había pestañeado y
ahora me miraba! Me miraba con una mirada que no podía te-
ner fondo, la mirada de alguien que desde hacía casi 30 años
no pronunciaba una palabra. Estaba tan llena de vacío esa mi-
rada que no puedo decir que intentaba conocerme, o verme si-
quiera. Decía demasiado y nada al mismo tiempo. Todo lo que
sabía, todo lo que había vivido y pensado en su vida extraña,
y también la nada de todo eso, la ausencia más intensa que
pueda existir.
Tal vez se había convertido en nadie. Yo siempre lo había
sido.
No podría decir que yo fuese un desconocido para él, pero sí
para mí mismo. Mi padre me miraba desde ningún lado, para
decir nada, para pedir nada, a nadie. Y nadie venía a ser yo.

Al conducirme a la habitación en la que se encontraba mi pa-
dre, un hombre bastante siniestro, que podía ser tanto su sir-
viente como su amo, le dijo a mi inmóvil padre al entrar: "Sr.
OLGMAN, su hijo Tobías". Pegué un respingo. Estuve a pun-
to de contestar, airado, a ambos. "¡No me llamo Tobías!". Pe-
ro de inmediato pensé, no sé porqué, que tal vez Tobías era el
nombre que mi padre me había puesto. Tal vez ése era mi
nombre real y el otro, el que siempre había llevado, aquel
nombre que, unido a mi imagen en el espejo, me habían hecho
creer que yo era ése, era falso. Un nombre falso dado por mis abuelos maternos nada más que para alejar cualquier rastro de
mi padre de mi historia y de mi identidad. ¿Un nombre falso y
un falso apellido? Nunca había sentido pronunciar el apellido Olgman. Y enseguida pensé que podría ser una forma de man-
tener oculta la verdadera identidad de mi padre. Y quedé flo-
tando entre desafiar la impostura que se había armado para mí
o cuidar el secreto de mi padre, cuyo sosías podía estar escudándolo. La duda, como se imaginará, era un verdadero
baño de furia, Dr., pero me controlé, quién sabe cuánto me
habrá costado y en qué moneda, pero lo hice, Dr.,  aún  dándome cuenta de que a partir de ese momento jamás podría
estar seguro ni del apellido de mi padre ni del propio.
El supuesto mayordomo lo había pronunciado con cierto esme-
ro. Como dando por sentado que a mi padre le gustaría que se
pronunciase  con ese respeto excesivo su apellido. Especial-
mente, parecía insinuar con su actitud el mayordomo, delante
mío.
"Mi nombre es Óscar", me dijo con una expresión casi diabóli-
ca al salir del cuarto. "Llámeme cuando quiera que lo acompa-
ñe a la puerta". Y ese hombre diabólico sabía todo, lo percibí
de inmediato. Y además, quería que yo supiese eso.
Estaba agrupando en mi mente estos hechos desconcertantes
-ÓSCAR, OLGMAN- cuando reparé en que mi padre ya no me
miraba. Su expresión permanecía inmutable. Podía estar escru-tando las cosas, incluyéndome, hasta el menor detalle, o bien
tener la mente ciega y la mirada muerta. No tenía dónde sentar-
me: los sillones estaban cubiertos de cuadros, cajones de vajilla,
lámparas y otros objetos. La única cama estaba cubierta de tal
cantidad de cosas que enseguida pensé que era imposible que
mi padre la hubiese usado en mucho tiempo.
Asi que me quedé parado ahí, no sé cuánto tiempo. Ya nada
me interesaba, desde que se apagase la mirada de mi padre.
Estábamos rodeados de un tiempo infinito y a pesar de eso,
yo sabía que mi padre no iba a volver a mirarme.
Al rato apareció Óscar, adivinándolo todo -se nota que conocía
muy bien los silencios de la habitación en la que se encontraba
mi padre- y con un gesto me preguntó si ya querría retirarme.
No estoy seguro de si su gesto insinuaba una orden. Pero mien-
tras me acompañaba a la salida -del resto de ese lugar tengo re-
cuerdos tan vagos que no los llamaría recuerdos- me dijo: "su
padre es un hombre de una fortaleza admirable", al tiempo que
sonreía con ambigüedad.
En ese momento me dí cuenta de que Óscar era un impostor.
En ese momento mi cabeza comenzó a girar por dentro, mis
pensamientos corrieron a sus lugares, comencé a relacionar
todo de una manera vertiginosa. Porque en realidad eran varios
cursos de pensamiento los que seguía. Pensé que Óscar era un
impostor, que su verdadera función era ser el carcelero de mi
padre. Que toda esa farsa de mi visita estaba montada para hu-
millarnos a ambos. También empecé a pensar, con la misma
certidumbre, que Óscar era un emisario de mi padre. Que mi
padre era un señor muy poderoso de la región, que prefería mantenerse incógnito, como todos aquellos que teniendo mu-
cho poder quieren aislarse de sus posibles enemigos. Y, al
mismo tiempo, y con la misma fuerza, empecé a darme cuen-
ta de que tanto el lugar como los dos personajes eran un mon-
taje y de que ni mi padre era mi padre, ni Óscar era Óscar, ni Olgman existía siquiera.
Que el apellido de mi padre y por tanto el mío, no era Olgman,
ni ningún otro. Que mis nombres eran un juego de los adultos
a quienes mi vida, mi vida biológica, había sido confiada. Eso
que he oído llamar "la existencia". ¿Escucha Ud., doctor, la 
tremenda ambigüedad de esa palabra?
Tal vez mi padre haya cumplido una misión para su Señor y
haya fracasado. El Señor le exigió a mi padre un autocastigo.
Mi padre decidió sacrificar el habla, ya que a través del habla,
él se había ofrecido para una tarea que luego no supo cumplir.
Pero se dió cuenta de que el Señor seguía molesto con él y en-
tonces mi padre abdicó de su familia. Más tarde de su pueblo,
y, por fin, de su mismo apellido. Un gran exilio. El heredero
del fallecido Señor, no conmuta su pena y lo destina a un depó-
sito, lo obliga a ser un objeto más entre los objetos sin uso del
antiguo Señor. Poco antes de morir mi padre, le dispensan la
posibilidad de verme, pero le prohíben dirigirme la palabra.
Mi padre, entonces, ni asiente ni se niega. ¿Está vencido? Ha
cumplido la pena del silencio y del exilio. ¿Ha triunfado, enton-
ces?
Óscar, el impostor, me ha dicho que mi padre es admirable-
mente fuerte, pero lo ha dicho con cierta sorna.
De pronto, doctor, sí, de pronto, reparé en que Óscar era el 
nombre que me habían dado mis abuelos maternos. ¡¿Cómo 
no lo había recordado antes?! Yo era Óscar y por eso el otro 
era un impostor. Una nueva furia, una furia líquida y helada,
una furia que yo nunca había conocido y cuya fuerza excedía 
las absurdas fuerzas de mi razón, se apoderó de todo lo mío. 
Ya nada se podía remediar.
Hasta entonces, doctor, la caja de mi cabeza estaba llena de 
filas de cuchillos afilados, yo siempre lo había sabido. Pero 
desde ese momento, los cuchillos, entrecruzándose, entrando 
en un desorden perpetuo, impidiéndose unos a otros el menor acomodamiento, la posibilidad de ser tomados por el toma-pensamientos, esa mano que ya no podía entrar en el cajón 
de mi cabeza sin ser mutilada...
He visto varias veces al falso Óscar rondando por acá, doc-
tor. Es sagaz. Pasa como una luz por un pasillo justo cuando 
yo me distraigo. Cuando percibo que alguien se mueve con 
esa sagacidad, con ese mal disimulado disimulo, lo reconoz-
co de inmediato.
E imagino con horror su sonrisa sarcástica.
Durante un tiempo -alguien insinuó que podía ser un efecto de
los remedios que me daban- me tranquilizaba un pensamiento:
creí que lo enviaba mi padre, que mi padre velaba por mí.
¡Todavía insistía en creer! Después me dí cuenta de mi error.
Sé para qué viene Óscar, pero también sé que no debo decír-
selo, doctor. Que no debo decírselo a nadie. De eso depende 
la misérrima seguridad que me queda."





2. Monólogo del desconocido

"¿Le conté que el mismísimo Edimarco me mandó encerrar en
la Torre de Londres? ¿Que allí encontré, abandonado, por algún
otro desgraciado como yo, la obra de John Locke? ¿Que comen-
cé a leerla pero que pronto comprendí que el libro estaba escrito
en clave y que para desentrañar su código, debía ser leído al
revés? Debí hacerlo 2 veces, porque 1° 'al revés' significaba 'de
atrás para adelante' y la 2° con el libro cabeza abajo.
A la muerte de Edimarco, Edimarco el Poderoso, que reinó sólo
6 años, es cierto, pero vivió más de 70, el que dijo "durante los
años de mi reinado no vivía, reinaba", el que reinó sin culpa, ma-
tó sin temor, el que dijo "Dios haría lo mismo", ése. A la muerte
de Edimarco fui liberado, pero había perdido lamentablemente
el dominio de mis piernas y ya no podría caminar. Lo lamenté,
claro, pero me mandé hacer un carrito y con un par de manoplas
de gruesa madera dura, me las arreglo para andar por la ciudad.
Detesto, eso sí, el empedrado. Más de una vez los caballos de 
la ciudad saltaron sobre mí en mi carrito, creyendo que se tra-
taba de un obstáculo hípico.
Yo había estudiado el caballo griego, pero desconocía estas
otras especies, que tenían algo más nórdico.
Por otra parte, era evidente que intentaban burlarse de mí.
Por eso es que cuando cobré una notable herencia de un tío
que murió en la epidemia de tifus en Macao, me compré un estornino, que es un pájaro cuyo graznido enloquece de páni-
co a los equinos de cualquier raza. Tardé un par de años en
entrenarlo, porque justamente en ese tiempo aparecieron es-
casos caballos en mi camino, como suele suceder y el estor-
nino, habiéndome costado una fortuna, era pardo y no negro,
que son los realmente buenos. Al fin mi pájaro estaba listo y
me dirigí a un grupo de ejemplares muy finos que se prepara-
ban, dotados de vistosos jinetes, ya sea para un desfile o para
una cacería.
 El estornino hizo todo lo que pudo. No era de los mejores, 
pero sustituía calidad con cantidad. Al cabo de un rato no lo-
gró transmitir el pánico entre esos animales, pero sí un alto 
grado de inquietud, que generó actitudes graciosas en los ji-
netes. Los caballos, diré, empezaron a desbocarse y a correr 
en todas las direcciones y continuaron haciéndolo hasta don-
de mi visión -acotada por la altura del carrito- permitía se-
guirlos.
 Me dí por conforme, pero de a poco el estornino comenzó a
convertirse en una carga. Requería alimento varias veces por
día y exigía, según pude detectar por sus insistentes graznidos,
una dieta variada. Es conocida la tosudez del reclamo estorni-
no. Su chillido pronto se enrosca en las curvas del oído como hiedras en los muros. Para colmo, logra atraer la compañía de
varios caprichosos de otras especies, por lo que mis paseos se convirtieron de un día para el otro en una pesadilla. Mi carrito
era sobrevolado por decenas de aves chillonas, por lo que debí encarar el camino costero que conduce a Edimburgo.
Hice noche en una posada cercana a Blyth,  y fue como si el
destino quisiera por fin darme una mano. En la posada conocí
un hindú que era discípulo directo de Vivekananda, que en
ese momento -según me aseguró se trataba de algo absoluta-
mente inusual- se encontraba algo corto de divisas, razón por
la cual podaba los cercos y mantenía prolijo el jardín de la
posada de Mrs. Sumatra a cambio de, decía él, magras por-
ciones de arroz con algunas gotas de curry.
La cuestión de fondo: el hindú, que se llamaba Rajiv Abbini-
thayya (si es que en medio del estruendo de los pájaros le en-
tendí bien), conocía el problema de los estorninos y también
la solución del mismo.
No podía creer la suerte que había tenido. El delgadísimo Ra-
jiv extrajo del bolsillo de su longyi (yo desconocía hasta ese
momento que esa prenda tuviera bolsillos) un bello silbato de
madera pintado de rojo con delicadas líneas blancas y negras.
El silbato, que se veía antiquísimo, soplado por los ínfimos la-
bios del hindú, emitió un quejido apenas audible que parecía
deberse a una falla del instrumento. Pero no fue así, porque
inmediatamente pude comprobar sus efectos. El silbato logró
atraer a una enorme cantidad de aves de las más variadas
especies: palomas, gorriones, patos y ruiseñores, mirlos y ga-
viotas comenzaron a volar en círculos sobre nuestras cabezas. Pensé que la situación había empeorado en lugar de mejorar,
pero el delgadísimo discípulo del Swami me hizo notar la pre-
sencia de un gran número de aves de presa, atraídas e irrita-
das por el sonido de la flauta, que se lanzaron al ataque.
Fue una tarde cruenta, debo decirlo, porque la lucha aérea pa-
recía interminable. Porque si bien las aves depredadoras derri-
baban inocentes enemigas en proporciones notables, el número
de las aves no cesaba de crecer, produciéndose una dantesca
situación en los cielos de la posada.
Tal vez todo hubiese terminado mal, ya que Rajiv seguía tocan-
do su flauta como un poseso y me llevó un buen rato desarmar-
lo, antes de lo cual había logrado atraer a muchos más pájaros
de todas clases, aumentando la carnicería aérea.
Y hubiese terminado mal de no haber sido por la llegada de los
cazadores. Éstos venían disfrazados con ridículos uniformes de
caza, pero estaban provistos de nada ridículas escopetas de re-
petición. Se instalaron en nuestra terracita, haciéndonos impo-
sible la retirada, mía o del hindú, que estaba francamente ate-
rrado. Pronto empezó el cañoneo, que duró por lo menos un
par de horas, ya que el número de aves que nos sobrevolaba
era enorme.
Fue, lo puedo decir ahora, una verdadera masacre, la mayor
que yo haya presenciado y eso que estuve en varios frentes
de guerra, incluyendo el de Verdún.
El piso de madera de la terraza, al igual que el jardín y los te-
chos de la posada de la Sra. Sumatra, así como las casas ve-
cinas, estaban cubiertos de restos de pájaros destrozados. Ha-
bía plumas, vísceras y sangre por todas partes.
 Rajiv lloraba, mientras que los cazadores vivían un jolgorio
extraordinario. ¿Qué me pasaba  a mí? Algo intermedio: no
podía compartir las expresiones de los tiradores, que asegura-
ban que había sido la mejor jornada de caza de sus vidas, por
la cantidad y variedad de especies derribada, pero me sentía
libre de la persecución de los estorninos. De hecho, intenté encontrar al mío entre los cadáveres, pero no me fue posible identificarlo. El hindú se dio a la fuga y pronto supe porqué:
la furiosa Sra. Sumatra se dirigió a mi con una expresión de locura que jamás hubiese esperado de una dama. Me ordenó
pagar los daños y retirarme, cosa que hice con los restos de
la herencia de mi tío de Macao y cuando logré que me abrie-
ran paso para el carrito que para entonces dominaba con 
una soltura tal que podía subir o bajar escaleras sin esforzar-
me. Sin embargo debo decir que las costas escocesas son
sumamente escarpadas y hay una cantidad incontable de acantilados, una coincidencia muy inconveniente para al-
guien que se desplaza sobre un pequeño vehículo con rue-
das, dado que las ruedas tienen verdadera e insana pasión
por las bajadas, así como tienen aversión por las subidas.
En esos terraplenes la cosa fue tomando una velocidad
alarmante y luego de atropellar sin querer a un par de ci-
clistas, que, me veo obligado a decirlo, no deberían aven-
turarse tan cerca de los riscos, me encontré en un sendero
que descendía en ángulo de 45° hacia los acantilados mari-
nos. Durante un tiempo que pareció brevísimo e intermina-
ble, estuve piloteando mi carrito como pude, siempre al bor-
de del fin, tocando a izquierda y derecha con mis manos-de
-taco, hasta que se hizo evidente que el sendero, ahora pe-
dregoso, se dirigía sin más trámite al mar...

He estado no hace tanto en un museo de Rotterdam en el que
se conservan los objetos de Johan IV, también llamado el 
Zurdo, el Absurdo, el Príncipe y el Idiota. Me asombró la 
cantidad de efectos personales de Johan IV que habían sido
conservados durante cuando menos 300 años. Los juguetes
de su infancia, su cuna, la colección de trompos, sus útiles escolares, sus libros, sus tazas y zapatos, sus pipas, sus li-
bros, todo, todo lo que había poseído Johan IV el Príncipe
Idiota estaba guardado con gran esmero en esas tres salas
del museo. Y quiero decir todo, su cama, su ropa, sus esca-
sas herramientas, sus cartas, sus pañuelos, su colección de
barquitos de baño. Una serie de carteles explica a los visi-
tantes del Museo la conjunción de circunstancias favora-
bles que permitieron conservar desde el primero al último
de los objetos del Príncipe.
Sin embargo, yo no pude evitar de ninguna manera sus-
traer al menos un objeto de la muestra, uno cualquiera,
en este caso, ¿porqué no mejor dos? sustraje un peine y
un espejo. No soporté la idea de que todos los objetos
estuviesen allí para siempre.
Ahora estoy muy aliviado por haberlo hecho, ya que de
sólo pensar que todos esos objetos podrían infaliblemente
estar todavía en el Museo... En realidad ahora estoy seguro
de que no necesito regresar a ese lugar.
Me pregunto si a los demás visitantes no les ocurrirá lo mis-
mo que a mí.
Lo digo así, porque me surge y me urge decirlo. Hace ya un
buen tiempo que me dejo guiar por esa especie de brújula
alocada que se ha despertado en mi interior. ¡Mi interior!
[Se exalta] ¡Como si mi interior me perteneciera! Esa brú-
jula tampoco me pertenece, así como los objetos del Museo
ya no le pertenecen a Johan, el Zurdo Idiota. Yo he deci-
dido pertenecerle a ella. Lo que tenemos para perder es
todo lo que tenemos. O lo único que tenemos.
De manera que a partir de haber perdido mi libertad -¿a
quién se la habrá dado o vendido Edimarco?- comprendí que
debía seguir perdiendo cosas en orden de poder seguir ade-
lante. Mis piernas, claro, y lo demás. Como un globo aeros-
tático que arroja lastre para mantenerse volando- sólo que
en mi caso parece que hubiera una cantidad inagotable de
lastre. A veces pienso si las cosas sucederán por alguna ra-
zón. Pero muy pronto me deshago de ese estúpido pensa-
miento que me asola desde la infancia. ¡Alguna razón,
alguna razón! ¿Cómo puede alguien creer tal cosa?"


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