viernes, 31 de diciembre de 2010

LOS TIGRES DE RAJNÁ


Estuve pensando contarles la historia del elefante muerto
de S...., y a un tris estuve, imprudentemente, de hacerlo.
Porque un elefante muerto desde hace varios siglos que
por efecto de las condiciones atmosféricas de esas tierras
bajas, parece recobrar a veces un remezón de energía,
lanzando al aire estruendosas voces mezcla de pedido de
auxilio, advertencia, dolor de muerte y canto desesperante
de vida...
Pero al rato de empezar a contar desde sus orígenes esta
historia, me di cuenta de cómo afectaría las vidas de los
inquietos habitantes de S.... que se difundiera. Quiero de-
cir que un descuidado movimiento de labios en un conti-
nente podría provocar una catarata de desventuras en
otro. No diré nada más acerca de esto.
En su lugar referiré lo que he visto que ocurre en el Rajná,
un pequeño pueblo de la casi olvidada región del Rajdupar.

El pueblo no tendrá más de cien habitantes. Gente muy
sencilla que no se distinguiría de los centenares de pue-
blos de ésa y otras regiones del Gran Muldir Oriental,
de no ser por los tigres. En Rajná, una buena cantidad
de tigres -es difícil contarlos- pasea y duerme en las ca-
lles de tierra sin atacar casi nunca a las personas (también
entre los humanos puede haber, de cuando en cuando,
asesinatos). Sucede así desde hace varias generaciones y
las historias que se cuentan acerca de cómo ha llegado a
suceder esta rareza, nunca resultan convincentes.
Lo habitual es que la gente hace sus cosas y los tigres mero-
dean las casas sin entrar en ellas, e incluso haciéndose a un
lado cuando pasa un carro o una procesión. Y son tigres de
gran porte en algunos casos, bellos ejemplares de la raza.
En cambio, lo sorprendente de este tema de los tigres
de Rajná es que algo terrible sucede durante las noches.
Ya al atardecer se nota crecer la inquietud entre los felinos,
en sus paseos nerviosos y en los conatos de arañazos y
gruñidos entre algunos de ellos. La gente permanece al
margen, prudente y respetuosamente. Desde la selva que
rodea el pueblo, surge al mismo tiempo un voraz silencio
que acalla en un rato el intenso bullicio de monos, insectos
y pájaros.
Y como cada noche los tigres saldrán del pueblo pareciendo
obedecer a una orden inaudible, dejando a resguardo con
alguna hembra joven o con algún tigre anciano todas sus crías,
para no regresar hasta la mañana siguiente. Nadie ha podido seguirlos para ver adónde van. Los tigres, ahí sí decididamen-
te salvajes, amenazan a quien lo intente. Acuden,
según se supone, a lejanos y secretos combates. ¿Con leones,
con hienas, con elefantes? ¿Con otra clase de bestias? No lo sabemos.
Pero cada regreso es un penoso desfile de heridos.
Los tigres que logran sobrevivir a esas tremendas luchas
se lo pasan intentando reponerse de los efectos. Duermen
como muertos, gimen caminando entre los pastizales, se
hunden hasta el cuello en el calmo río ensangrentando sus
lodosas aguas, se acuestan en cualquier parte lamiéndose
las heridas.
Ésa es la escena con la que suelo soñar con más frecuencia
desde que regresé del Radjupar, un recuerdo cuyo filoso
dolor transforma en pesadilla: tigres heridos, que esa misma 
noche volverán a la lucha, lamiéndose las heridas.

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